A veces aún se pregunta por qué es ciclista. Si decidió serlo fue porque a casa llegó un folleto con actividades extraescolares de la Ikastola donde estudiaba en Durana, a las afueras de Vitoria-Gaste
29 de agosto de 2023 (12:30 CET)
"No importa. Esperaré hasta septiembre para correr", respondió con sinceridad. La ducha de hoy es premio suficiente. Lo es cada día desde hace casi cinco años.
Un 4 de diciembre de 2018, cuando volvía de entrenar a su Residencia estudiantil de Eibar, a la altura de Ermua, justo enfrente de la fábrica de las bicicletas de Orbea, un coche giró para entrar en una de las empresas adyacentes. Sin percatarse de su presencia, el coche le embistió. Él salió despedido. Voló por los aires. Cuando trató de incorporarse, le dolían las dos tibias, pero lo que de verdad le preocupaba era un corte en el cuello que pudo taponar con su braga invernal. Una semana después, a pesar de los 37 puntos en el cuello, ya se podía subir al rodillo. En cambio, tardó dos meses en atreverse a entrar en una rotonda. No se fiaba de los coches. Por eso, cada día, la ducha tras un entrenamiento era premio suficiente a una vida a la que sólo la pide disfrutar.
"Buf, vaya calor, no estamos muy acostumbrados", señala mientras cierra las cortinas. Fuera, la ciudad descansa de unas fiestas que aun parecen resonar en su cabeza. Iker vive en plena parte vieja. Pero por la puerta de su casa no sólo pasaron las peñas y las Txarangas. También el Tour. Aunque él no pudo verlo.
A veces aún se pregunta por qué es ciclista. Si decidió serlo fue porque a casa llegó un folleto con actividades extraescolares de la Ikastola donde estudiaba en Durana, a las afueras de Vitoria-Gasteiz. De todo lo que había, a sus 6 años le dijo a su ama que quería hacer trial sin, pero ella le dijo que ni pensarlo, pero que podía hacer ciclismo, que también era de bicicletas. Días después acudió con su aita con una bici de paseo naranja a la Escuela de Ciclismo de Iturribero y le pusieron el mismo maillot "feo" que hace unas semanas Rigoberto Urán cambió por el suyo con un niño con el que se cruzó entrenando la víspera de la Clásica de San Sebastián.
Iker, al igual que ese niño, se apuntó a esa escuela por diversión. Sin embargo, al llegar al último año de juveniles, sus padres le preguntaron si lo iba a dejar para centrarse en los estudios. "¿Por qué?", preguntó él. Luego les pidió que le dejaran probar el primer año, y si le iba mal, se dedicaría tan sólo a sus estudios de ingeniería en energías renovables. Aquel año aprobó todo. Tres después, sus Directores de Laboral Kutxa, el equipo amateur donde corría, le pidieron hacer un esfuerzo mayor. En aquel 2019 estaba siendo regular, pero no conseguía victorias. La semana siguiente ganó el campeonato de Euskadi. Entonces, fueron los Directores del Euskaltel, primer equipo de la Fundación Euskadi, los que le presionaron un poco más: "Vas a correr a prueba en Getxo, y si lo haces bien, volverás a hacerlo en Burgos. Si superas la prueba te haremos contrato para el año que viene", le dijeron.
Iker nunca había sentido presión por ser ciclista profesional. Tan sólo era un hobby que se permitía compaginar con unos estudios que seguían yendo bien. Por eso, en aquella Vuelta a Burgos se lanzó sin pensar en aquella fuga temprana de la segunda etapa. Tras el ímpetu llegó la incertidumbre, iba a estar más tiempo fugados que en cualquier carrera que hubiese disputado antes. Sin contar con el calor tan sofocante. Por eso, de los tres corredores con los que se juntó, eligió ponerse a rueda del más grande, un austriaco de casi dos metros: Matthias Brandle. Luego le contaron las innumerables veces que había sido campeón nacional de crono. Iker fue el último al que consiguió descolgar. Pero el premio fue mayor. Tenía un contrato de profesional esperándole al final de la etapa.
Desde aquel día han pasado casi cuatro años. En el primero conoció el COVID. La primera vez que oyó sobre ello fue por la hija de una guía argentina que les había puesto la organización en el Vuelta a San Juan, donde debutó. La niña le preguntó a su madre si el COVID iba a llegar hasta allí. Meses después, el país cerró sus fronteras cuando él estaba concentrado en altura en Navacerrada. Cuando sus padres le dijeron que tenía que volver a casa, su padre ya tosía. Al llegar enfermaron todos.
Pero el profesionalismo le ha dado muchas otras cosas. Un carácter valiente, un papel de batallador en fugas muchas veces destinadas a liberar al equipo de responsabilidad. Unas bajo sofocante sol portugués en pleno agosto. Otras bajo la lluvia o el frío noruego. Siempre al servicio de sus líderes. En el Tro-Bro León disputado en Francia llegó junto al coche escoba porque, en medio de un sin sentido de pinchazos en una prueba donde casi la mitad del recorrido son caminos, no dudó en entregarle su bicicleta a su compañero Xabier Mikel Azparren, que es quien iba a disputar la carrera.
Pero también ha disfrutado de conocer paisajes exóticos: Argentina, Turquía... Y China. En julio fue convocado para acudir al Tour de Quinghai Lake, perdiéndose la salida del Tour de Francia delante de su casa. A cambio, descubrió las rarezas de un país donde ser occidental es tan exótico como ser una estrella de cine. O donde es posible disputar una carrera a 4.000 metros de altitud, sin apenas oxígeno.
"Lo siento Iker, finalmente no podrás correr en Burgos, tendrás que esperar a las carreras de Septiembre", le dijeron. "No importa, de verdad", respondió con sinceridad. Hace cuatro años atrapó allí su primera fuga, la que le hizo ser el corredor que es hoy. Este año no ha podido disputarla. La no invitación del equipo vasco a La Vuelta ha puesto muy caro poder correr en agosto un calendario alternativo. Al menos tendrá tiempo de estudiar un poco. Está haciendo un Máster para ser profesor de matemáticas. Para el futuro. Donde le lleve la próxima fuga de la vida. El presente ya lo tiene solucionado con una buena ducha. El premio de seguir disfrutando.